
Era 1 de enero en Berlín y yo miraba la nieve caer poco a copo (sic); mientras, desde el canal internacional la noticia llegaba a mis oídos: Lhasa de Sela, la mujer con voz mestiza, símbolo de la frontera y de la poesía en la música, moría a los 37 años víctima de un cáncer. Era invierno y era también un nuevo año, sin duda el escenario más triste imaginable para una despedida.
Descubrí a Lhasa de manera inesperada, como en la mayoría de las ocasiones llegan las cosas buenas de la vida. Los mejores detalles a menudo son también una mezcla rica en matices y ella no era menos: un abuelo libanés, su padre un profesor y escritor mexicano, su madre una fotógrafa estadounidense y su nombre, la capital del Tíbet; afincada en Canadá y con una juventud circense en Francia.
En ese instante llegó a mi cabeza el maravilloso disco que constituye The living Road y en este caso, la canción “Para el fin del mundo o el Año Nuevo”. Parecía como si ese crisol en inglés, francés y español que traman las letras de esa carretera habitable se hubieran transformado en el camino triste que se divisa cuando uno se despide, qué curioso, de alguien a quien admira, pero al cual no conoce.
De Lhasa aprendí, a lo largo de las maravillas que conforman La Llorona (1997), The Living Road (2003) y su bellísimo Rising (2009), que el nomadismo está también presente en la música, que la pureza es sólo una quimera y que, como si fuera un aire vaporoso, las sensaciones son esos átomos que componen la belleza. Siempre desde dentro.
Querida Lhasa, gracias por el camino. Llegarás mañana: para el fin del mundo, o el Año Nuevo.
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