
“Las tesituras de cantantes profesionales en ópera deben ser de dos octavas o más”, afirman la mayoría de los entendidos en la materia sin dejar de suscitar opiniones contrariadas en una batalla teórica. La voz es un prodigio de la ingeniería de la naturaleza y por suerte hay ejemplos para constatarlo: el curioso Charles Kellogg llegó a las doce octavas y media de gama vocal, intentando convertir su voz en la de un pájaro. Jeff Buckley no era un protector de las secuoyas, como Charles, ni tampoco un pájaro, pero su voz deambulaba libremente en el ámbito comprendido en cuatro octavas y media.
Toda la vida de Jeff Buckley está envuelta en un halo de misterio, cosa que acrecentó su muerte en el río Wolf (Memphis). Su álbum “Grace” (1994) es la constatación de un talento heredado (de lo que es ejemplo el mítico tema “Song to the siren”, de su padre, Tim Buckley). “Kanga Roo” es uno de los bonus tracks no incluídos en el disco original, pero que recoge, a mi parecer, una de las mejores progresiones de volumen e intensidad de toda la Historia de la música; una suerte de guitarras que pelean, una alianza de los recuerdos azul vaquero.
Sabores de reggae, rock y blues. También en esa obra maestra que es la versión de “Hallelujah”, de Leonard Cohen. Un indispensable.
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